02 abril 2005

Foto en la luna.

Manuel J. Ruiz Torres.
Calembé, F.M.C./ Algaida Cádiz 2003


En “Mi vida” (1930) León Trostky evoca las semanas que pasó en Cádiz deteniéndose en la familiar y pacífica vigilancia policial a la que fue sometido. El apunte surge del quehacer escurridizo del prófugo, habituado a la terca escolta de espías y secretas de París o Madrid, siempre a la caza de sus astucias cuando se escamoteaba en un taxi o se escondía en un cine sombrío. Despacha Trostky sus avatares en Cádiz con la concisión de un biógrafo cansado, recordando en pinceladas exiguas, quizá porque su paso por la ciudad fue tan sólo una posta más del camino. Con tan escaso material, breves semanas, Manolo Ruiz reconstruye un Cádiz por el que pasea un vívido revolucionario al que le acompaña un cómplice conserje de la biblioteca, un Cádiz con olor a humedad de las paredes, impregnadas de esa salinidad de siglos. Este ejercicio de historicidad de lo cotidiano irradia en varios cuentos de los nueve que conforman “Foto en la luna”, desde la tramoya familiar de un astronauta del Apolo 16 hasta las cocinas de tercera clase de un buque a finales del XIX de “Río Negro”, cuento que cierra el volumen y que es extraordinario ejercicio de léxico, gastronomía y aventura.
Pero es quizá el afán de la supervivencia el rasgo que caracteriza y marca la pauta del libro; una supervivencia que habita en los personajes que se enfrentan al exilio, a la muerte o al abandono desde la resistencia al desánimo; personajes que anhelan un lugar de descanso, una tregua de tiempo, ya sea en la cóncava patera justo antes de ser enfocados o entre carretas en círculo donde encender los fogones y cantar bajo la luna justo antes de la ofensiva. Manuel J. Ruiz Torres nos regala una colección de relatos que confirman su madurez como escritor, que lo convierten en un cuentista dotado de la destreza y versatilidad para enriquecer sus relatos con la precisión del cocinero que adereza sus ingredientes con lúcido criterio, ya sean el lenguaje argentino, la capacidad vitalista de la oralidad –el libro fue presentado por un etnógrafo-, o el tono coloquial de evocación Quiñonística. Sin olvidar el humor, que como arroyo sardónico, fluye subterráneo y pausado, quizá con el matiz de la distancia que produce el abandono de autobiografía. Se trata, al fin, de un creativo trabajo con la realidad, aunque sea adversa, porque a pesar de todo, de los derrumbes, de afiladas calles, de los premios vendidos, la vida vale la pena seguir viviéndola. Celebrémosla, a pesar de tantos pasajeros de primera clase, con estos cuentos vivos maquinando esperanzas desde las bodegas.
Publicado en "La Ronda del libro"

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