29 abril 2005

Francisco Ripoll

Francisco Ripoll, que tenía entonces veinte años, era teniente de la XV División de Voluntarios y con ella llegó a las puertas de Berlín hacia el 27 de abril. En las filas soviéticas había un “ambiente de euforia” ya que “estábamos deseando entrar”. “La orden de asalto a Berlín llegó el día 29. La ciudad estaba prácticamente destruida por los bombardeos de los ingleses. Se luchaba casa por casa. Hitler concentró a la flor y la nata de lo que le quedaba, incluso a los críos de las Juventudes Hitlerianas”.“La noche del 29 de abril recibimos la orden de asaltar el Reichstag. Fue un combate duro ya que había muchos soldados de la Gestapo y de las SS y muchos oficiales, lo mejor de lo que le quedaba al ejército nazi en Berlín. En unas horas lo tomamos”.
“El 30 de abril (el mismo día que Hitler se suicidó en su búnker) se colocó la bandera. Había varios fotógrafos soviéticos en el frente pero no les hacíamos caso. Se pidieron voluntarios. Primero subieron cuatro, pero, cuando ya estaban arriba, francotiradores camuflados en los edificios de alrededor los mataron. La bandera cayó y la recogimos nosotros. Nunca se ha hablado de esto pero nosotros lo sabemos. Un mando pidió voluntarios y... allí estaba yo. Subimos. Nos tuvimos que abrir paso a base de bombas de mano, de granadas y ráfagas de metralleta hasta llegar arriba porque el Reichstag es un laberinto”.
“Estuvimos arriba una media hora. Seguían los disparos de los francotiradores, pero cuando cesaron, izamos la bandera durante unos minutos. La colocó el que recibió la orden. Cuando nos marchamos, subieron otros soldados para mantener la vigilancia. Todos queríamos bajar de allí por el peligro que suponían los francotiradores”. Del fotógrafo, Yevgueni Jaldeï, sólo recordó que “hizo su trabajo en condiciones muy difíciles por los disparos y nada más. No nos dijo nada”.
Jaldeï tomó varias instantáneas. En ellas aparece Francisco Ripoll junto a sus dos camaradas, observando como la bandera roja ondea sobre el Berlín liberado. Es una fotografía mítica que simboliza la derrota del nazismo. Su nulo afán de protagonismo y el hecho de que durante la guerra adoptara un nombre ruso (Vladimir Dubrosky) pueden explicar que nunca haya sido identificado.Para Ripoll haber combatido con la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial fue “el orgullo más grande de mi vida”. Recibió, entre otras, la insignia del cerco de Leningrado, la del Ejército Popular de Voluntarios y la Orden de la Gran Guerra Patria, la más importante de las que se crearon en la URSS durante un conflicto que le costó la muerte de más de 25 millones de personas.
Después de la guerra estudió Náutica, se enroló en la flota del Volga y estudió en la escuela naval de Astrakán. En 1957 decidió regresar a España e ingresó en el PCE. “Cuando llegué me retiraron toda la documentación, no me dejaron salir y la Brigada Político-Social me entregó un carnet de identidad que era vergonzoso. No podía salir de Barcelona”. Durante los últimos años de su vida trabajó por rescatar del olvido la memoria de sus jóvenes compañeros. “No quiero protagonismo, sólo sacar adelante mi proyecto”, me dijo. Su proyecto consistía en levantar un monumento en San Petesburgo en memoria de los 72 muchachos que vivieron con él en la Casa de Jóvenes Españoles de aquella ciudad y que murieron en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial combatiendo contra el fascismo en el ejército soviético. Casi todos ellos eran militantes del PCE.
Algunos de ellos fueron capturados por los alemanes (“heridos”, recalcó) y “enviados a Franco y fusilados en España”. ”Incluso dos de ellos estuvieron en la División Azul, se pasaron con nosotros y después estuvieron luchando contra los nazis”. En aquella Casa había entre 120 y 150 niños y niñas y algunos de ellos murieron por inanición o a consecuencia de los bombardeos. Logró incluso todos los permisos para colocar el monumento en dicha Casa, que hoy es un colegio. En él figurarían los emblemas de la II República Española (la estrella de tres puntas) y de la URSS (la estrella roja) con una rama de olivo, símbolo de la paz, y 72 estrellas. Sin embargo, su vida se extinguió sin que pudiera ver su proyecto hecho realidad.


Francisco Gómez, difunto veintiuno.
(de Manuel Fernando Macías)

Frente a la tumba, de este desconocido
pienso
si merece la pena haber vivido,
haber vivido como él,
de la misma forma que yo,
o haberse muerto,
haberse muerto de muerte natural o de asco,
creyendo más o menos cosas
o empeñando el sueldo humilde
en un coche de tecnología punta alemana.
Porque todas estas letras ya no dicen nada
ni acerca de Francisco,
ni acerca de los Gómez,
ni acerca del Wolkswagen familiar;
ni hablan del sueño que empeñó al morirse,
ni de todos esos cabos sueltos que nunca
se amarran,
ni del momento en que se sorprendió,
quizá con gesto estúpido,
muriéndose de repente.
Porque no debe quedar buena cara
en ese instante,
en el justo instante que realmente mata,
que mata para siempre,
no como este de ahora, de ahora de escribir, que solo amortiza.
Digo el que mata definitivamente,
que debe de ser como sentarse en un pupitre
el primer día,
rodeado de compañeros sin rostro,
de compañeros sin cuerpo,
de compañeros cuyos nombres no dicen
nada acerca de ellos.
Ese instante justo antes de romper a llorar
dolorosamente,
antes de clamar a la madre que ya está
de compras,
antes de lanzarse contra el maestro
para arañarle las muñecas.
Ese inocente tiempo,
minúsculo,
que nos fotografía con cara de imbéciles,
con cara de novatos
mortalmente aterrados,
y que tal vez nos llame con un número:
como a los escolares.

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